En los tranquilos campos de okra del Valle de Coachella, cientos de trabajadores agrícolas inmigrantes laboran entre la tarde y la noche, movidos por el miedo.
El silencio de la noche esconde más de lo que parece. Mientras el sol se oculta y los campos se vacían, para algunos trabajadores agrícolas apenas comienza la jornada.
Lupita, una de tantas inmigrantes indocumentadas, ha tomado una decisión drástica: trabajar solo de noche. El miedo a ser detenida por los operativos recientes de ICE la obliga a esconderse durante el día, encerrada en su hogar, temerosa de salir siquiera a la tienda.
“La oscuridad me da más seguridad que la luz del día,” dice Lupita, mientras sus manos siguen recogiendo fruto tras fruto.
No está sola. Decenas han cambiado sus rutinas, desplazando su vida a las horas donde el mundo duerme. En respuesta, han creado redes de apoyo —cadenas humanas de cuidado y resistencia.
Los ranchos lo sienten: gerentes y dueños reportan una disminución notable de trabajadores desde que comenzaron los operativos.
Lo que antes eran campos llenos de voces y movimiento, hoy se han convertido en escenarios de una lucha silenciosa: la de quienes siguen trabajando, aunque el país parece querer olvidarlos.





